30-08-2006
Repsol-YPF en Bolivia: el cuento de nunca acabar
Alberto Montero Soler
Rebelión
Los problemas de Repsol-YPF con la justicia boliviana llevan camino de convertirse en el cuento de nunca acabar. Pero es que difícilmente podría ser de otra forma.
Acostumbrada a la más absoluta impunidad en sus actuaciones, la empresa transnacional se ha encontrado, desde la llegada al poder de Evo Morales, con un cambio de escenario radical si se tiene en cuenta aquél en el que estaba habituada a operar. Ese cambio, pernicioso para la compañía pero lógico en un contexto de normalidad democrática, no es más que el derivado de la demanda de aplicación de la ley hasta sus últimas consecuencias por parte del actual gobierno boliviano ante las actuaciones de cualquier empresa que desarrolle su actividad en el país, siempre que existan sospechas fundadas de que ésta hubiera cometido algún delito y, tanto más, cuanto que el mismo pudiera afectar al interés general.
Y es que, hasta ahora, las tropelías de las empresas transnacionales habían escapado a la persecución de la ley como consecuencia de la sangrante dejación de funciones y la manifiesta corrupción en la que incurrían algunos de los anteriores gobernantes de Bolivia.
Para no hablar en el vacío, valga recordar, por ejemplo, que tanto gobernantes bolivianos del más alto nivel como empresas transnacionales del sector de hidrocarburos presentes en el país actuaban en connivencia para beneficio mutuo y en perjuicio del país.
Me estoy refiriendo, claro está, al ex-presidente Gonzalo Sánchez de Losada -obligado a renunciar por una revuelta popular en octubre de 2003 y reclamado actualmente por la justicia de su país- y su intento de que el gobierno boliviano firmara un contrato con la Pacific LNG, un consorcio de tres grandes transnacionales de los hidrocarburos (la British Gas, la Panamerican Energy y, ¡cómo no!, Repsol-YPF) para la exportación del gas boliviano hacia los Estados Unidos a través de Chile y México.
De ese proyecto, las referidas transnacionales esperaban ganancias multimillonarias, mientras que el Estado boliviano percibiría meras migajas.
Así, Edward Miller, presidente de British Gas, llegaba a afirmar que los ingresos previstos para las compañías serían cercanos a los 1400 millones de dólares anuales, mientras que las arcas públicas bolivianas sólo ingresarían entre 40 y 80 millones de dólares anuales. Por su parte, Repsol-YPF catalogaba esa inversión como la más ambiciosa que la compañía emprendería durante los próximos años en toda Latinoamérica.
De hecho, según las estimaciones empresariales, por cada dólar pagado al Estado boliviano por concepto de impuestos y regalías, el consorcio obtendría unos 24 dólares. Además, el negocio era redondo si se tiene en cuenta que el gas pretendía venderse a Estados Unidos a 70 centavos de dólar (lo que significaba una regalía para Bolivia de tan sólo 12 centavos), en tanto que el precio del gas en boca de pozo en Estados Unidos ascendía, en esos momentos, a cinco dólares.
¿Puede alguien en su sano juicio plantear que la firma de un contrato de esa naturaleza era beneficiosa para el Estado boliviano? Y, si no lo era, ¿cómo podía su máximo mandatario firmar un contrato así si no se introduce en escena la sospecha de comportamientos manifiestamente corruptos? Y, si el presidente de un Estado firma un contrato que atenta contra los intereses del mismo y tras su actuación existe la sospecha de corrupción, ¿no hay también alguien que se encarga de corromperlo?
Porque, sorprendentemente, la atención suele fijarse en el corrupto, en quien recibe dinero y/o prebendas a cambio de contratos, licitaciones y oportunidades de lucro en menoscabo del bienestar colectivo pero, sin embargo, se suele olvidar al corruptor, al que paga el precio que fija el corrupto –o incluso se lo impone- y recoge posteriormente, y ya “limpios” tras su paso por los mecanismos del mercado, los beneficios de su actuación ilegal. ¿O es que éste carece de responsabilidades y sólo merece la reprobación moral?
Y, cuando estas sospechas aparecen, ¿dónde se encuentran los gobiernos que ahora defienden a las compañías transnacionales haciendo de ello razón de estado? ¿Por qué entonces no hablan de las razones, ocultas o manifiestas, que llevan a un gobierno a firmar contratos contra los intereses de su pueblo y sí saltan rápidamente a la escena pública cuando se inician investigaciones para determinar si alguna de ellas incurrió en uno de esos delitos? ¿En qué lugar se ubican nuestros gobiernos en esos momentos? ¿En el de los pueblos víctimas del latrocinio, quizás? O, ¿en el mucho más cómodo de las transnacionales corruptoras frente a las que, como única reacción, alzan su vergonzoso silencio?
(...)
A continuação do artigo em:
Rebélion
Repsol-YPF en Bolivia: el cuento de nunca acabar
Alberto Montero Soler
Rebelión
Los problemas de Repsol-YPF con la justicia boliviana llevan camino de convertirse en el cuento de nunca acabar. Pero es que difícilmente podría ser de otra forma.
Acostumbrada a la más absoluta impunidad en sus actuaciones, la empresa transnacional se ha encontrado, desde la llegada al poder de Evo Morales, con un cambio de escenario radical si se tiene en cuenta aquél en el que estaba habituada a operar. Ese cambio, pernicioso para la compañía pero lógico en un contexto de normalidad democrática, no es más que el derivado de la demanda de aplicación de la ley hasta sus últimas consecuencias por parte del actual gobierno boliviano ante las actuaciones de cualquier empresa que desarrolle su actividad en el país, siempre que existan sospechas fundadas de que ésta hubiera cometido algún delito y, tanto más, cuanto que el mismo pudiera afectar al interés general.
Y es que, hasta ahora, las tropelías de las empresas transnacionales habían escapado a la persecución de la ley como consecuencia de la sangrante dejación de funciones y la manifiesta corrupción en la que incurrían algunos de los anteriores gobernantes de Bolivia.
Para no hablar en el vacío, valga recordar, por ejemplo, que tanto gobernantes bolivianos del más alto nivel como empresas transnacionales del sector de hidrocarburos presentes en el país actuaban en connivencia para beneficio mutuo y en perjuicio del país.
Me estoy refiriendo, claro está, al ex-presidente Gonzalo Sánchez de Losada -obligado a renunciar por una revuelta popular en octubre de 2003 y reclamado actualmente por la justicia de su país- y su intento de que el gobierno boliviano firmara un contrato con la Pacific LNG, un consorcio de tres grandes transnacionales de los hidrocarburos (la British Gas, la Panamerican Energy y, ¡cómo no!, Repsol-YPF) para la exportación del gas boliviano hacia los Estados Unidos a través de Chile y México.
De ese proyecto, las referidas transnacionales esperaban ganancias multimillonarias, mientras que el Estado boliviano percibiría meras migajas.
Así, Edward Miller, presidente de British Gas, llegaba a afirmar que los ingresos previstos para las compañías serían cercanos a los 1400 millones de dólares anuales, mientras que las arcas públicas bolivianas sólo ingresarían entre 40 y 80 millones de dólares anuales. Por su parte, Repsol-YPF catalogaba esa inversión como la más ambiciosa que la compañía emprendería durante los próximos años en toda Latinoamérica.
De hecho, según las estimaciones empresariales, por cada dólar pagado al Estado boliviano por concepto de impuestos y regalías, el consorcio obtendría unos 24 dólares. Además, el negocio era redondo si se tiene en cuenta que el gas pretendía venderse a Estados Unidos a 70 centavos de dólar (lo que significaba una regalía para Bolivia de tan sólo 12 centavos), en tanto que el precio del gas en boca de pozo en Estados Unidos ascendía, en esos momentos, a cinco dólares.
¿Puede alguien en su sano juicio plantear que la firma de un contrato de esa naturaleza era beneficiosa para el Estado boliviano? Y, si no lo era, ¿cómo podía su máximo mandatario firmar un contrato así si no se introduce en escena la sospecha de comportamientos manifiestamente corruptos? Y, si el presidente de un Estado firma un contrato que atenta contra los intereses del mismo y tras su actuación existe la sospecha de corrupción, ¿no hay también alguien que se encarga de corromperlo?
Porque, sorprendentemente, la atención suele fijarse en el corrupto, en quien recibe dinero y/o prebendas a cambio de contratos, licitaciones y oportunidades de lucro en menoscabo del bienestar colectivo pero, sin embargo, se suele olvidar al corruptor, al que paga el precio que fija el corrupto –o incluso se lo impone- y recoge posteriormente, y ya “limpios” tras su paso por los mecanismos del mercado, los beneficios de su actuación ilegal. ¿O es que éste carece de responsabilidades y sólo merece la reprobación moral?
Y, cuando estas sospechas aparecen, ¿dónde se encuentran los gobiernos que ahora defienden a las compañías transnacionales haciendo de ello razón de estado? ¿Por qué entonces no hablan de las razones, ocultas o manifiestas, que llevan a un gobierno a firmar contratos contra los intereses de su pueblo y sí saltan rápidamente a la escena pública cuando se inician investigaciones para determinar si alguna de ellas incurrió en uno de esos delitos? ¿En qué lugar se ubican nuestros gobiernos en esos momentos? ¿En el de los pueblos víctimas del latrocinio, quizás? O, ¿en el mucho más cómodo de las transnacionales corruptoras frente a las que, como única reacción, alzan su vergonzoso silencio?
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